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Daniel Esparza – publicado el 01/03/19

Algunos de los primeros comentaristas sugieren que los magos eran persas, pero otros afirman que eran judíos de Yemen.

Aunque son fundamentales en la historia de la Navidad, la Biblia nos cuenta muy poco sobre los Reyes Magos. De hecho, encontramos a estos tres sabios (algunas tradiciones incluso afirman que eran reyes) sólo en el segundo capítulo del Evangelio de Mateo (2:1-12), que los presenta como visitantes de Oriente que llegan a Jerusalén en busca del niño. Curiosamente, el texto bíblico no especifica si eran tres o más: el arte cristiano primitivo (por ejemplo, en la Catacumba de Priscila) se encarga de presentar a tres magos en la escena de adoración. Lo que el texto bíblico numera son los regalos, no los magos: después de reunirse con el rey Herodes, los magos siguen la misma estrella que les llevó a Jerusalén hasta Belén, donde encuentran al niño y a su madre, y le presentan los tres conocidos regalos de oro, incienso y mirra. Después, Mateo sólo añade que volvieron al lugar de donde venían, y nada más. No se añaden más detalles sobre si eran zoroastrianos persas, o astrólogos babilónicos, o sabios indios. Algunos de los primeros comentaristas sugieren que los magos eran realmente persas, pero otros afirman que eran judíos de Yemen.

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Como suele ocurrir con algunos personajes del Evangelio, se ha conservado en un manuscrito siríaco del siglo VIII un antiguo relato apócrifo de la historia de la Navidad, supuestamente escrito por los propios magos. Conservado en la Biblioteca Vaticana, el Apocalipsis de los Reyes Magos, como se conoce el manuscrito, no sólo incluye algunas leyendas sobre el origen de los magos, sino que también afirma que regresaron a su(s) tierra(s) natal(es) para predicar la fe cristiana, y que fueron bautizados por el apóstol Tomás.

Como explica el sitio web de la Sociedad de Arqueología Bíblica, el biblista Brent Landau tradujo recientemente este manuscrito al inglés. Cree que versiones anteriores de este texto podrían haber sido escritas alrededor del siglo II, poco después de que se compusiera el evangelio de Mateo. El texto, según Landau, no nos proporciona una respuesta satisfactoria a la pregunta de quiénes eran los magos, sino que nos dice algo sobre la secta cristiana que fue autora o leyó este texto. En él, los magos se denominan «los que rezan en silencio» y se presentan como descendientes del tercer hijo de Adán (Seth), procedentes de una tierra mítica llamada «Shir» y que viven de forma casi monástica. Como explica Landau, la minuciosa descripción no sólo de los magos, sino también de sus prácticas religiosas, podría reflejar la vida de «alguna comunidad real que practicaba y se imaginaba a sí misma en el papel de los magos»

Algunas otras fuentes, por supuesto, ofrecen teorías diferentes. Por ejemplo, la Historia Trium Regum o Historia de los Reyes Magos de Juan de Hildesheim, un texto perteneciente al siglo XIV, dice que Baltasar, Melchor y Caspar (ya utiliza estos nombres tradicionales) eran de la India, Persia y Caldea (los actuales Irán e Irak). Partieron por separado, se reunieron en el lugar de nacimiento en Jerusalén y luego viajaron juntos a Belén. Después de adorar a Cristo, regresaron juntos a la India, donde construyeron una iglesia, y tras otra visión que les reveló que su vida terrenal estaba a punto de terminar, murieron al mismo tiempo y fueron enterrados en su iglesia de la India.

Doscientos años después, explica Juan de Hildesheim, Santa Elena, la madre del emperador Constantino, viajó a la India y recuperó sus cuerpos. Los puso en un ataúd bellamente ornamentado y los colocó en la gran iglesia de Santa Sofía en Constantinopla. A finales del siglo VI, el emperador Mauricio hizo trasladar las reliquias a la ciudad italiana de Milán.

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Los supuestos huesos de Baltasar, Melchor y Caspar permanecieron en Milán hasta el siglo XII, cuando la ciudad de Milán se rebeló contra el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico Barbarroja. Al necesitar ayuda contra los milaneses, Federico recurrió al arzobispo de Colonia, que reconquistó Milán para el emperador. En agradecimiento, y «ante el gran ruego del arzobispo», el emperador transfirió las reliquias al arzobispo de Colonia, quien, en 1164, transportó los huesos a Colonia, donde se construyó una catedral gótica para albergarlos. Los huesos siguen allí hasta hoy, en un hermoso relicario de oro en la catedral.

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