Hay una sensación específica, que viene junto con el recuerdo de una experiencia embarazosa. Y es algo de lo que ninguno de nosotros está exento.
Estás caminando por el mundo cuando de repente esa experiencia mortificante de hace dos semanas aparece en tu mente – y al instante todo lo que quieres es que la acera se parta por la mitad y te trague entero para que puedas desaparecer debajo de ella y nunca ser visto de nuevo. Estás inmediatamente seguro de que todas las personas que te han visto pasar vergüenza están pensando en ti en ese preciso momento, reviviendo lo que has hecho con un detalle insoportable y juzgándote sin remordimientos. Que la gente de la calle que te rodea, incluso, puede percibir que algo no va bien – que has hecho algo profundamente vergonzoso y que pueden ver a través de tu endeble acto.
En realidad, recordamos nuestras propias vergüenzas con una frecuencia y amplitud que es absolutamente imposible de replicar. Los que son testigos de nuestras vergüenzas rara vez piensan más en ellas después de haber soltado una risita rápida a nuestra costa, o de haber experimentado una punzada de empatía por nosotros. Desde luego, no andan por ahí semanas después reviviendo nuestro momento embarazoso en sus mentes. Están consumidos por sus propias preocupaciones, sus propios compromisos y sus propias vergüenzas pasadas. Apenas tienen tiempo o energía para centrarse en las nuestras.
Pero eso no nos impide revivir las nuestras. La vergüenza tiene la capacidad única de pararnos en seco y hacer que nos planteemos de verdad cambiar de nombre, hacer la maleta a Alaska y no volver nunca a casa. Nos hace anhelar un syrum borrador de memoria que podamos aplicar a cada persona que recuerde algo vergonzoso que hayamos hecho. Queremos que nuestras vergüenzas estén a un mundo de distancia de nosotros pero, en cambio, tenemos que vivir justo dentro de ellas, bajo el lamentable techo que la vergüenza construyó.
Ninguno de nosotros puede escapar de la vergüenza en nuestras vidas -pero lo que apenas consideramos es la idea de que puede ser una experiencia totalmente productiva. Porque esto es lo que ocurre con la vergüenza: nace, casi exclusivamente, de esforzarse demasiado. Es lo absolutamente opuesto a la apatía. Demuestra que hemos ido demasiado lejos, que nos hemos esforzado demasiado, que nos hemos arriesgado demasiado y que no nos ha salido como habíamos planeado. La vergüenza es un sentimiento indeseable, pero también es noble por derecho propio. Declara, por definición, «no me senté y dejé que el mundo me sucediera». Es producto de tomar la vida con seguridad por las riendas, incluso si no terminaste donde querías ir.
Es mi opinión formal que una vida bien vivida estaría repleta de pequeñas vergüenzas. Momentos en los que pusiste tu corazón, tus pensamientos y a ti mismo en juego y te rechazaron. Momentos en los que bebiste demasiado o te reíste demasiado fuerte o amaste demasiado ferozmente para que los demás lo entendieran. Momentos en los que fuiste demasiado tú mismo para que el mundo te entendiera. Momentos en los que tu sangre bombeaba lo suficientemente fuerte y rápido como para hacerte saber, sin lugar a dudas, que estabas más vivo en ese momento de lo que algunas personas llegan a estar en su vida.
La vergüenza es el producto de algo que ha salido mal a corto plazo, pero de algo que ha salido bien en el esquema más amplio. Es el producto de ser el tipo de persona que se esfuerza demasiado, que vive demasiado a fondo, que se entrega demasiado a cada tarea que emprende. Es el producto de ser alguien que va sin pudor a por lo que quiere en lugar de quedarse al margen preguntándose cómo sería haberlo intentado de verdad.
Tanto de lo que queremos en la vida se encuentra al otro lado de la vergüenza. Queremos invitar a salir a esa persona pero no queremos que nos rechace. Queremos solicitar ese ascenso pero no queremos que nuestros compañeros sepan que no lo hemos conseguido. Queremos disfrutar de nuestra vida de la forma más plena y completa posible, pero no queremos que nos abofeteen con la odiosa carga de no encajar. Queremos que todo nos llegue sin esfuerzo y sin vergüenza, sin correr riesgos. Olvidamos que la vida no funciona así. Olvidamos que la vergüenza aparece de forma natural en el camino para perseguir cualquier tipo de vida que realmente importe.
La vergüenza es el molesto efecto secundario de la droga milagrosa que es el valor. No queremos ser humillados y no queremos sentirnos avergonzados, pero sí queremos las mejores y más grandes vidas posibles para nosotros. Y la vergüenza es un subproducto necesario para ello. Es el recordatorio de que estamos asumiendo más riesgos de los que estamos preparados. Que nos estamos exponiendo a formas con las que no nos sentimos cómodos. Que nos estamos esforzando más allá de nuestras propias zonas de confort y que está funcionando. La vergüenza es un componente necesario de una vida que se vive plena e intensamente.
Así que si has querido que la acera te trague entero durante la última semana o dos, enhorabuena. Te sientes así porque has hecho algo valiente. Porque te has arriesgado. Porque has intentado algo y te has quedado corto, pero al menos lo has intentado. Te sientes avergonzado porque has ido a por ello. Y aunque parezca contrario a la intuición, ese sentimiento de vergüenza casi siempre significa que estás en el camino correcto. Sólo tienes que seguir avanzando para superarlo; al fin y al cabo, todo lo mejor está al otro lado.
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